Por Pavla Ochoa
"Él
fue un autodidacta, se hizo solito. Su vínculo con la narrativa está en su
formación a los ponchazos a los 15 años en su lectura popular de los kioscos.
En su adolescencia por vínculos con amigos socialistas, progres, personajes
barriales, son los que lo hacen dejar de lado esa basura inicial y leer autores importantes. Esa
literatura social, todo lo que leían los muchachos de izquierda de esos años.
Motivo que lo llevó todos los años de su vida en recuperar esos folletines que
había vendido. Ahí estaba puesto su corazón y ahí estaba puesto su imaginario.
El origen imaginario en esa literatura".
Juan Sasturain
Son tardes de alto
calor, pero no puede dejar de observar las gesticulaciones de su rostro. Cada
respiración del texto es aire fresco que brota de su voz. Desentierra su
pequeño corazón de penas y se deja atrapar por lo que tiene en sus manos su
hermana Amalia. Los jóvenes Breccia son felices. En la casa no hay una
biblioteca, pero eso no impide que lleguen a la lectura. Juegan sin tiempo, con
la espada que es de hierro, el lenguaje escrito. Los cuentos de magos y de
brujas son suficientes para insertarse en la aventura como propuesta para
viajar por rumbos inciertos, que los seducen.
Patricia Breccia
sintetizó uno de los momentos más significativos de esos años en la República
del Músculo por parte de su padre: “Mi viejo siempre hablaba de cuando,
con mi tía, se iban al fondo del enorme patio de su casa (casi una selva
tropical) para leer, entre plantas y animales, la colección de los libros de
Calleja”.
Le fascina contar a
quien aparezca enfrente cómo la literatura de piratas y casos policiales a
resolver son el pilar fundamental de su construcción como lector.
Transpira de sólo pensar esa posibilidad.
Quiere cambiar ese ejemplar por cinco de Sexton Blake. Lo miran como a alguien
que les abre la puerta para que lo estafen. Creen que está loco. Los desorienta
la convicción en sus ojos. Nadie emite sonido. Él aprovecha el vacío y repite
la solicitud: “Mis cinco libros de Sexton
Blake por Poe”. Sus palabras afiladas ganan la batalla. No sabe con
exactitud lo que adquirió. Pero el instinto que guió su acción no será la única
vez que se le presente en su caminar por las letras.
A los diecisiete años lee todo lo que produce la revista Claridad, perteneciente al grupo de intelectuales conocido como “Boedo”, que se preocupa por una literatura social, en contraposición a la del grupo de “Florida”, que en su revista Martín Fierro se ocupa principalmente por la cuestión estética de la literatura: “Leíamos los libros de Claridad porque eran los únicos libros que podíamos comprar. Éramos un grupo de muchachos ignorantes, todos. Con ansias de salir del pozo”. Esos autores son los socios perfectos para el encuentro con personajes que son hijos de la realidad que lo rodea. Se conmueve con las almas de la ciudad. Le gusta la biblioteca de la calle. Se reconoce en ella porque él es parte de la misma.
Una tarde se asombra de un articulo que critica un dibujo publicado en “ Martín
Fierro”. Se queda atónito con la observación intelectual: “A la Borjes no lo
admitirían ni al concurso para niños de Caras y Caretas. Lo que no es un
obstáculo para que un asno erudito escriba un articulejo o lo que sea”. La
incertidumbre lo atrapa todo. De repente quiere saber quién es ese “Borjes”.La
respuesta llega a sus manos en el suplemento cultural del diario “Critica”, que
dirigía Jorge Luis Borges. Siente que hay un vinculo que los une más allá de
las diferencias ideológicas que puedan existir. Siente que en su escritura
están sus temores, sus soledades, y no deja de leer todos los días la
producción del escritor. En cada ocasión que lo entrevistan, ya como
profesional del dibujo, habla de esa relación carnal con la obra del creador de
El Aleph: “Me interesan los relatos de Borges en los que está presente el
mundo orillero, con sus malevos y sus duelos a cuchillos. Un mundo que yo
conozco bien porque vi duelos de chico, en Mataderos, donde pasé toda mi
infancia y mi juventud (...) Sigo leyendo a Borges como si fuera la primera
vez. Todos los días lo leo un poco”. Esa
cercanía al universo del escritor crecerá con el paso del tiempo hasta ser
parte de su propia obra.
En esos tiempos de flamante lector, Tito se
bautizó así mismo como un activo comprador compulsivo de libros y revistas, con
pocos centavos, impulsado por el fuerte afán a la lectura. En los años por venir
visitó la Plaza Lavalle y el Parque Rivadavia y compró colecciones completas de
viejos libros que no terminó de leer nunca, pero que fueron parte de su
biblioteca personal. Su nieto, Mariano Buscaglia, remarcó ese amor por lo
antiguo como una herencia forjada en la relación fraternal que tuvo con su
abuelo: “Él era un amante de los libros viejos y esa pasión me la transmitió
desde muy chiquito. Me crió y me adiestró para coleccionarlos, esa fue una de
las enseñanzas más fuertes que me transmitió mi abuelo y que aún hoy perdura en
mí todo el tiempo. Salgo a buscar libros viejos porque él me lo enseñó y es
algo a lo que le estoy eternamente agradecido”.
Alberto entendió la importancia de los libros, a los que señaló como pilar primordial para los que menos tienen económicamente, como una instancia para poder estar en igualdad de condiciones intelectualmente con los que tienen un bienestar. Desde los siete años de edad fue preso de la furia y la dulzura de un libro: ”Para mí el placer máximo es una librería, más que ir al cine o ir al teatro. No, a mí me interesan los libros. Es lo que más me gusta”.
El pensamiento crítico y la pasión política en su juventud
fue fruto de esos textos a los que exploró y que eran fuego en sus manos, una
primordial herramienta para cambiar esa opresión dictatorial de la denominada
década infame y a la que él supo utilizar para poder describir el mundo y
tratar de transformarlo.
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