Por Pavla Ochoa
Respira profundo el aire del progreso en los últimos años de los años '20. La vida arrabalera de la República del Músculo, ingresa sin límites por sus poros. Detiene su andar solamente para saludar y hablar con los más “jovies”, coleccionistas de historias raras del rioba. Se apasiona de los comentarios y de las miradas picaras de esos hombres sentados en sus sillas de madera en la vereda de sus casas. Los perros al sol se fusionan con los árboles de sombra tropical que abrazan a los grandes edificios fabriles y las casas humildes, fruto del esfuerzo de sus habitantes.
Emprende nuevamente el camino. Observa a varios de sus amigos juntar de las canaletas la “mucanga”, que es el sabio, la grasa, las vísceras, el hígado, los restos de animales faenados a los que venden por pocas monedas a los fabricantes de jabón. Entra al almacén y se queda quieto en el salón donde escucha a un grupo de mujeres en plena ceremonia del chisme. Mira de reojo la parte de atrás del local donde está ubicado el despacho de bebidas. Los hombres cansados de la vida puerca reposan en las viejas mesas. Algún que otro se anima a dar una payada para los paisanos presentes, la mayoría son arrieros del Mercado de Hacienda. Él ya los ha visto con anterioridad, cuando hacen largas filas con sus chatas por Directorio y Murguiondo para poder ingresar al matadero municipal. Lo asombran los versos hechos por fileteadores. Esa poesía pura que está a la vuelta de su casa lo emociona tanto como las canciones improvisadas que suenan en esas viejas paredes. Luego de ser atendido en la despensa y de llevar la mercadería a su madre, encuentra un umbral para sentarse a remontar su barrilete de papel.
Los sueños, sus sueños, quieren volar. Sin ningún aviso, lo interrumpe su amigo Alberto Santamaría. Con brillo en sus ojos y con la voz radiante, eufórica, le informa que el circo acaba de llegar al rioba. Juntos, imaginan a los yosapas, al prestidigitador, a los malabaristas. Todo lo que sucede en esos toldos de ilusión los hace gozar de placer en cada función. Rosa Petrone, integrante de la “Asociación Cultural de Mataderos” de la que fue presidente Alberto Breccia en 1987, remarcó ese amor por ese universo circense de ambos amigos: “Cuando él volvió al barrio empujó a rescatar a ese Mataderos que en su memoria estaba vivo, por eso hicimos un café literario al Circo Campos, que fue el primero de la zona. Breccia y Santamaría nos contaban de cómo todos los pibes presenciaban las funciones como un acontecimiento que revolucionaba el vecindario y que era algo único e irrepetible. El circo era algo que los conmovía de una manera difícil de explicar”.
Muchas tardes ambos juntan los centavos para cubrir el valor de la entrada, sobran algunas monedas para un par de vueltas en la calesita de “Sabatino”, y se dirigen a ese lugar conocido por todos los purretes de la zona. Sostienen la idea de poder seguir girando un rato más y tener una llovizna de esperanzas blancas en la mirada. Nadie podía imaginar que ambos serian grandes amigos después de su primer encuentro que termino a piña limpia, sin metáforas. Pero, el territorio de la niñez tiene esos hermosos misterios.
A veces se les suma Rafael y se van en grupo a las calles principales donde festejan y se pierden en la maraña de pibes que quieren ver las carreras de sortija, es más la tierra en su cuerpo que lo que llegan a ver, pero son goteos de felicidad entre tanta pobreza.
De
tanto en tanto, se permite, se promete y se arriesga a desaparecer en sí mismo.
Goza los días de lluvia de invierno en las humildes paredes de su hogar. Ve de
reojo a su hermano Humberto copiar ilustraciones de las cubiertas de folletines
que llegan a su hogar. Esa improvisada iniciación en el dibujo lo embaraza de
esperanza en un espeso clima de malaria en los huesos y en el alma.
Alberto, el “Tito”, ese gurrumín curioso y cazador de utopías, llegó al mundo el 15 de abril de 1919 en Montevideo, siendo el tercer hijo varón de una familia compuesta por Amalia Gemelli, de origen genovés, y Alberto Breccia, de familia italiana pero nacido en Uruguay. A los tres años de edad, junto a sus padres y sus hermanos Umberto, Miguel y Amalia, cruzó el charco para vivir en Argentina, más precisamente en la calle Oliden a metros de Alberdi .
El niño se deja encandilar por esos terrenos baldíos que ahora son su
territorio. En las noches ve regresar a los hombres de Mataderos pisándose sus
propias huellas,con un pan duro en el corazón que indica la absoluta indigencia
de sus existencia vital, a los hambrientos. Siente una fuerte contraposición a
esas ciudades mágicas que habitan en su infancia. Entiende que se juegan a cara
o cruz sus destinos. En el silencio de sus puños se descubre rebelde. Abre la
puerta a la posibilidad de que se puede cambiar, de que se puede dejar de
saludar a la miseria. Es preso del espejismo de soñar despierto, con que se
puede volver a cero y empezar de nuevo. Sin aviso alguno, la luna cambia la
tristeza del día y él siente que todo lo desvanecible se solidifica en el aire.
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