jueves, 26 de diciembre de 2024

Llamas de furia

Por Pavla Ochoa

 

El otoño se mostraba demasiado frío. El miedo y el silencio tomaban protagonismo en la ciudad donde solo se respiraba aire de nefasta dictadura. Una mañana lluviosa, el colectivo en que viajaba fue detenido por un grupo de soldados en el marco de un operativo. El oficial que estaba a cargo se acercó a él y  le indicó a uno de sus subordinados:

 

-Revise el maletín del señor.

 

Hubo un silencio por parte de Tito, hasta que abrió su equipaje de viaje urbano.

 

-¿Qué es esto?

 

-Son críticos literarios. Mire: está el nombre del autor, el titulo de la obra, el nombre del editor.

 

El tipo no entendía nada sobre el contenido del recorte periodístico, igualmente le apuntaba con su metralleta. Después de intentar descifrar el mensaje escrito, guardó los pedazos de papel en su bolsillo y continuó con otro pasajero, siempre mirándolo con desconfianza, porque el milico no estaba del todo convencido.

 

Al volver a su casa en el pulmón de Haedo, el infierno cívico militar ardía.




Estaba bañado de impotencia, se había enterado del secuestro de los jóvenes de enfrente por parte de los perros del orden. Los conocía de años y había escuchado la decepción en carne propia que les toco vivir en consecuencia de las acciones  ejercidas por Perón en su retorno al país. En muchas ocasiones rió al escuchar al loro de los muchachos cantar la marcha peronista con mucho ímpetu, ahora tenía miedo, pero no era paralizante, sino que lo provocaba a gritar en la afonía social.

 

Calentó la pava de mate y se cebo unos amargos. En la soledad de su taller de trabajo, frente al tablero pensó en voz alta: “Si el pueblo se hubiera revelado, esto no hubiese pasado. Quizás hubiera ocurrido una verdadera carnicería, pero en una lucha a cara descubierta; sin torturas, sin secuestros, sin robo”. Inmediatamente, la imagen de Rodolfo Walsh, Jorge Cafrune y de su amigo Héctor Oesteherld, secuestrados  por romper las mordazas impuestas por el gobierno de facto se le cruzaron por la cabeza y escribió; “Carnicería de estado” en la página de Drácula que estaba dibujando.



Especuló que si encontraban los militares esa leyenda manuscrita lo iban a fusilar. Sintió atracción por el riesgo, por el peligro, similar sensación que tuvo cuando Irma Dariozzi, su segunda compañera de vida, enterró en el jardín una escopeta, el libro de  Eduardo Galeano; “Las venas abiertas de América Latina” y una revista “La Vida del Che” que dibujo junto a su hijo Enrique en tiempos dictatoriales de Ongania. Esta vez todo era distinto, el llamado “Proceso de Reorganización Nacional” era un plan de muerte planificado y él no se iba a quedar quieto mirando hacia otro lugar.

 

El 30 de octubre de 1979, se enteró de la muerte de Oscar Conti (Oski), su amigo entrañable que vivía en Milán y que en  la visita a Argentina para una muestra internacional de humor  terminó operado de urgencia e internado en el Clínicas de Buenos Aires. Esta noticia junto a la de la desaparición del guionista de El Eternauta lo llevaron  a una  tristeza gigante, a un estado de introspección que plasmó en pinturas, una actividad plástica que le apasionaba.

 

A fines de 1981, en medio de una reunión familiar, Alberto comprometió públicamente al novio de su hija, Patricia:

 

-Juan porque no me haces un guión, una cosa aventurera, más o menos vendible, no una cosa hermética, complicada.

 

-Bueno maestro - respondió tibiamente el joven periodista que había intentando hacer algunos argumentos de historietas preguntando a su colega Guillermo Saccomano, pero con un resultado final no tan alentador.

 

Esa noche, Juan volvió a su casa con el desafió impuesto por el eterno proletario del lápiz. Golpeó la Olivetti durante horas, hasta que escupió cicatrices de sobreviviente. Era muy tarde cuando terminó el guión de Perramus.

 

A la mañana siguiente, sé dirigió a la trinchera de Haedo con las primeras ocho páginas. A Breccia le fascinó la idea, tanto le gusto lo escrito que se fue a dibujar bocetos a su cueva laboral. Salpicó con tinta aguada la hoja en blanco y percibió que de ese modo podía sintetizar la perdida del alma de la ciudad de Buenos Aires, donde todo era gris. Trazó con furia las figuras de los golpitas y el resultado fue una imagen simple y contundente, calaveras sin piel.




 

El coctel de literatura, política y metáforas era perfecto, estaba frente a la jaula y el pájaro hacia un repentino revuelo de plumas para que la denuncia explícita del terror se multiplicara en el aire.

 

El lector pudo ver las huellas del dibujante, percibir sus vacilaciones y su trazo y hasta pudo escuchar su respiración.

 

Años después, Tito sonrió con el prologo de su amigo Osvaldo Soriano y sus palabras de elogio a gran escala; “La primera obra cumbre de la historieta argentina está aquí (…) Sería insensato reducir esta epopeya de imágenes a una simple alegoría sobre los males de la represión y los mecanismos del olvido. A lo largo de estos cuadros pintados con ferocidad y ternura, Breccia y Sasturain recorren el universo de los perseguidos y los marginales. Los sonidos recodos de un mundo que cambia para no cambiar lo esencial (…)”.




Fueron épocas de ilustraciones urgentes y percepciones de un hombre que tomó coraje y se animo al mundo: “Me dí cuenta que con un arma ridícula, como un pequeño pincel, podía decir cosas muy graves, muy importantes (...) Yo creo en el fondo ser un romántico y no un dibujante negro. Soy alguien que muestra las heridas, siempre deseando que no existieran. Eso es un romanticismo puro, ya que las heridas van a seguir existiendo".


Fragmento publicado en Revista Sudestada- Número 122-Septiembre de 2013


No hay comentarios: