sábado, 11 de enero de 2025

Cristina y Don Héctor

 

 

Por Pavla Ochoa


Un crujido en la puerta de la vieja heladera le llamó la atención a Cristina. En la oscuridad de la cocina, escondida en uno de sus rincones, observó a la bestia en acción. El hambre orientaba todas sus acciones. No podía distinguir a ese hombre, el genio que había renovado la forma de contar aventuras de historietas. Era evidente que ese manojo de huesos no era él.

Entonces el viejo se había habituado a estar sin un sope en los bolsillos y a comer de prestado en cada visita que realizaba a los dibujantes que tenían la responsabilidad de ilustrar sus historias. Ya no brillaba la estrella del éxito como años atrás con su emprendimiento editorial que había generado una revolución en el mercado pero que, por soberbia e inexperiencia, se había esfumado sin aviso, dejando a la familia Oesterheld un caudal de deudas que no podían pagar. Esa peripecia del hambre urgente se encontró en la casa de Alberto Breccia, que no estaba ni por asomo en mejores condiciones económicas que el guionista.



La niña seguía quieta. Atenta, en resguardo de lo poco que había en esa caja fuerte doméstica. Quería poder tirar algo contra el invasor. Quebrar el cuerpo de ese animal que se atrevía a romper esa burbuja de amor que con esfuerzo intentaba mantener su padre. Pero no pudo hacer nada ante el ataque. El monstruo comenzó a comer el queso y tomar la poca leche que había quedado en el sachet. Únicos alimentos que tenían Alberto, Patricia y ella, para comer esa noche. Y lo que más le molestaba era que no tenía siquiera la mínima consideración sobre la alarmante situación que se vivía en la vivienda de Haedo.

Rápida de reflejos, corrió al living donde estaba su padre leyendo el argumento y gritó:

- Papá, don Héctor se está comiendo la única comida que tenemos.

Alberto se dirigió al lugar del crimen y encontró a su amigo de espaldas, comiendo como un perro los restos del lácteo compactado. El hombre sintió la mirada y quedo de frente. Nadie dijo siquiera una palabra. Ambos sabían que se ahogaban en la miseria. Entonces, le murmuró casi en tono secreto:

- Te espero en el living para discutir el texto.

La niña no entendió la secuencia. Su padre le sonrió tibiamente y se fue. Ella sabía que esa noche su panza estaría vacía gracias a ese hombre. Pero, pudo entender lo que le quiso enseñar ese hombre al que admiraba por su templanza: “Siempre hay alguien en peores condiciones que uno”. Pese a la lección, la pequeña no pudo contener las lágrimas, mientras el sol comenzaba a esconderse, para dar lugar a la profundidad de la noche.



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