Por Pavla Ochoa
Un crujido en la puerta de la vieja
heladera le llamó la atención a Cristina. En la oscuridad de la cocina,
escondida en uno de sus rincones, observó a la bestia en acción. El hambre
orientaba todas sus acciones. No podía distinguir a ese hombre, el genio que
había renovado la forma de contar aventuras de historietas. Era evidente que
ese manojo de huesos no era él.
Entonces el viejo se había habituado a
estar sin un sope en los bolsillos y a comer de prestado en cada visita que
realizaba a los dibujantes que tenían la responsabilidad de ilustrar sus
historias. Ya no brillaba la estrella del éxito como años atrás con su
emprendimiento editorial que había generado una revolución en el mercado pero
que, por soberbia e inexperiencia, se había esfumado sin aviso, dejando a la
familia Oesterheld un caudal de deudas que no podían pagar. Esa peripecia del
hambre urgente se encontró en la casa de Alberto Breccia, que no estaba ni por
asomo en mejores condiciones económicas que el guionista.
La niña seguía quieta. Atenta, en resguardo de lo poco que había en esa caja fuerte doméstica. Quería poder tirar algo contra el invasor. Quebrar el cuerpo de ese animal que se atrevía a romper esa burbuja de amor que con esfuerzo intentaba mantener su padre. Pero no pudo hacer nada ante el ataque. El monstruo comenzó a comer el queso y tomar la poca leche que había quedado en el sachet. Únicos alimentos que tenían Alberto, Patricia y ella, para comer esa noche. Y lo que más le molestaba era que no tenía siquiera la mínima consideración sobre la alarmante situación que se vivía en la vivienda de Haedo.
Rápida de reflejos, corrió al living donde
estaba su padre leyendo el argumento y gritó:
- Papá, don Héctor se está comiendo la
única comida que tenemos.
Alberto se dirigió al lugar del crimen y
encontró a su amigo de espaldas, comiendo como un perro los restos del lácteo
compactado. El hombre sintió la mirada y quedo de frente. Nadie dijo siquiera
una palabra. Ambos sabían que se ahogaban en la miseria. Entonces, le murmuró
casi en tono secreto:
- Te espero en el living para discutir el
texto.
La niña no entendió la secuencia. Su padre
le sonrió tibiamente y se fue. Ella sabía que esa noche su panza estaría vacía
gracias a ese hombre. Pero, pudo entender lo que le quiso enseñar ese hombre al
que admiraba por su templanza: “Siempre hay alguien en peores condiciones que
uno”. Pese a la lección, la pequeña no pudo contener las lágrimas, mientras el
sol comenzaba a esconderse, para dar lugar a la profundidad de la noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario