Por Pavla Ochoa
“Hay un montón de huérfanos en una playa
que acaban de naufragar, empiezan a juntar palitos para hacer fueguito y
calentarse las manos. Se viene la noche y tienen la ropa mojada. Eso es tango”;
Así definió esa expresión popular el dibujante Carlos Nine. Estas palabras
ayudan a sostener la idea de que Breccia fue tango puro. Un estilo de vida que
exige estar sin máscaras, el ser humano puro, todo eso fue Pipiolo. “El tango es mi música, la que me
representa: es una música que cuenta historias que conozco bien. Amo la música,
todo tipo de música, pero la única que me conmueve y logra conmoverme hasta las
lágrimas es el tango. No hay otra”, recordaría en esa entrevista con Latino
Imparato, en 1992, en París.
En la maraña urbana los años 20 y 30, fue un
juguete rabioso en búsqueda de la superación existencial. De pibe escuchó
discos de tango en fonógrafos que a veces le prestaban a su hermano Miguel. La
melodía de esa expresión ciudadana onduló en ritmo como una evocación en su
inconsciente. Sus amigos fueron colegas en el sabor arrabalero para transitar
el mundo orillero de las configuraciones complejas. En una noche fría, pero de
altas temperaturas de esos hombres que querían dejar los pantalones cortos, Pipiolo no pudo dejar de sonreír al observar a su amigo Rafael pintarse con
pintura las plantas del pie para que, a simple vista, parezcan medias y, con
esa picardía, burlar las normativas que imponían los bailes pitucos, que no
querían que sus clientes se cruzaran con la chusma, con la barbarie.
Una noche fría, de
esas que conforman un cielo azul oscuro con un aire de cristal que corta como
un diamante el ser, el joven, aún no definido dibujante, caminaba junto a Alberto Santamaria, camarada
de aventuras por las calles de Mataderos cuando un sonido cambió el destino.
Era la voz de Carlos Gardel que irrumpía desde la radio de una casa con
“Volver”:
“Yo adivino el parpadeo de las luces que a los
lejos van marcando mi retorno”. Ese fraseo hizo latir
esos dos corazones que, sin pensar, se sentaron en la puerta de ese hogar para
escuchar en un silencio absoluto esa letra apuntalada de nostalgia. Ambos se
emocionaron hasta las lágrimas. Desde ese momento, amó a Carlos Gardel.
Llegó a conocer
desde lejos a su ídolo. El lugar del encuentro fue el Cine Alberdi, que
era popular por la asistencia de personalidades artísticas como Magaldi, Corsini,
Libertad Lamarque, Tita Merello, Rosita Quiroga y Hugo del Carril, entre otros.
Alberto, desde lejos, pudo observar a quien nunca había contemplado ni siquiera
en fotografías, pero que había desarmado y armado su imagen en su mente como
alguien flaco, rubio y con bigotes. El Zorzal estuvo a metros de distancia,
pero no pudo hablar con el cantante. Tiempo después, Mataderos recibía
nuevamente la visita de Gardel, que se presentó en un local ubicado frente a la
Asociación Tradicionalista El Resero. Desde una enredadera, escondido, Pipiolo escuchó al artista del momento. Fue una noche que no olvidaría jamás. Como una
broma del destino, él joven comenzó a trabajar en un matadero destripando
animales el mismo día que falleció el Zorzal en la tragedia de Medellín, el 24
de junio de 1935: “No me puedo olvidar
nunca de eso. Quedé con la mano hinchada así... Además, ¿cómo me voy a olvidar
del día en que murió Gardel y el día en que empecé a laburar? Son dos fechas
que juntas no podés olvidarlas. Me acuerdo de los diarieros voceando Crítica:
¡La muerte de Gardel! Tenía quince, dieciséis años”.
Alberto se halló en
una especie de maldición de vivir en el presente perpetuo: “Yo tenía que rasquetear tripas. Tripas
llenas de mierda. Venían derecho del mataderos, en barriles. Se les ponía una
tapa de quebracho y eso iba a parar a otro medio barril. Entonces con un
cilindro de quebracho que tenía insertada una cuchilla de serrucho, apenas
asomada la cuchilla, afilada como las hojitas de afeitar, se pasaba despacito
vaciando la tripa. Como las vacas tienen quistes, las tripas tienen tumores y
al cortarse una largaba la mierda. Me llenaba la cara de mierda”.
Sin estudios
superiores, sólo con el nivel primario aprobado, perfeccionaba insistentemente
la pulsión inicial en el mundo del dibujo. Al término de cada jornada laboral,
regresaba a su casa y practicaba duramente para progresar su trazo. El instinto
de sobrevivencia lo llevó a explotar todas las posibilidades de expresión a
través del dibujo, que se convirtió en un horizonte para quien vivía manchado de
sangre y perseguido por las moscas: “Era
la forma de liberarme de un trabajo muy penoso, mal pago, que me obligaba a
trabajar seis horas diarias. Con una cierta habilidad para el dibujo, comencé a
hacer historietas y pude liberarme de ese destino”.
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