El pibe entra con mucha timidez al cuarto
de la clínica donde Tito estaba internado, después de una fuerte recaída. Y
observa que el rostro de su maestro estaba iluminado por los pequeños rayos de
sol que ingresaban por las ventanas del nosocomio. Sonríe y se lo queda mirando
tontamente. Se acerca para darle un beso y el anfitrión comienza a poner cara
de dolor y era porque con la rodilla le estaba apretando la sonda:
-Perdón, no me di cuenta.
-No te hagas problema, de vos qué voy a
esperar. Lo decía con cierta complicidad hacia su joven alumno, que siempre que
mostraba la tarea realizada era un terremoto andante, tirando los adornos
artesanales de su mujer, Irma, o en muchas ocasiones el propio tablero contra
él mismo.
- ¿Cómo anda, Alberto?
-Bien, pero me están dando de comer
porquerías que no me gustan. Hoy me dieron pera en almíbar dietética, pero no
me gusta. Cómetelas vos ¿querés?
-No, gracias…
-Dale, sino me la hacen comer a mí.
Sin pensar en demasía, el joven que
admiraba a Breccia y que se tomaba el trabajo de transcribir en un cuaderno
cada palabra y gesto desencadenante de la experiencia adquirida en el oficio de
dibujar, no dudo mucho en obedecer esa orden implícita de su troesma.
Casi como una condena, la pera en almíbar
dietética comenzó a derretirse en su
boca. Es ahí, justo en ese momento, que ingresa uno de sus viejos amigos de su
rioba, Mataderos. El hombre vestía una campera de cuero negra, similar a la de
los músicos de rock, lo cual no sorprendió mucho a Lautaro, que ya conocía a
muchos integrantes de la barra y que había deducido por intuición que ellos
eran como viejos jóvenes, viejos con onda.
El hombre, con mucha seriedad y sin emitir
palabra alguna, suelta en su mirada una pregunta cómplice con su amigo que
reposa en cama.
Sin movimiento alguno, Alberto le dice:
-“Mira al pibe, me viene a ver y me come la
comida”.
Lautaro Fiszman, ese niño adolescente que
había aprendido que ese hombre no les enseñaba dibujo sino que era un maestro
de la vida, no encontraba escondite para ocultar su vergüenza, que lo
transformaba en un radiante tomate humano. Mientras tanto, los dos tipos reían
y se dejaban atrapar por sus peripecias en ese Buenos Aires de otro tiempo.
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